El Tai chi es el estudio del equilibrio entre el Yin y el Yang. En nuestros músculos y articulaciones, en las emociones y pensamientos, y también en nuestra relación con nuestro entorno, con otras personas, con las situaciones del día a día, con el Universo.
Descubrir que existe una armonía oculta en cada instante, que nos espera pacientemente, dándonos la oportunidad de serenarnos y de volver a ser desde nuestro centro.
Esta no es una experiencia para astronautas de la mística, que estudian tratados antiquísimos y se devanan los sesos debatiendo sobre temas abstrusos. No hay intelecto aquí. Es lo que encarnaba mi abuela cuando tejía en silencio, está en la risa de un bebé, en el sabor del pote de berzas. Cada uno lo encontraremos en lugares diferentes, debajo del ruido del pensamiento, aflorando en los lugares más insospechados del día. Lo único que hay que hacer es no hacer nada.
Es una práctica que comenzamos en nosotros mismos, escuchando el ruido muscular de nuestra propia tensión, preparada para una guerra que sólo existe en la ilusión de las preocupaciones. Fluimos por posturas que liberan nuestra energía, abriéndonos al paisaje de sensaciones que somos en lo profundo.
Aguzando la mirada interior descubrimos que no hay fronteras entre el cuerpo y la mente, y que las emociones tienden puentes que se mecen en los eventos diarios. Y finalmente conectamos nuestro ser, nuestra energía, ese manantial de sensaciones radiantes, con el caudal de nuestros compañeros de práctica.
Manos sensitivas, empuje de manos, esgrima. ¿Luchamos? No, Armonizamos.
. En el silencio, encontramos el camino que respeta mi energía y la del otro. Hasta que somos una sola energía. Y descubrimos que ese camino subyace a cada instante y cada situación de la vida. El Camino. El Tao.